Uno de los motivos que más lleva a las personas a solicitar ayuda de un profesional de la salud mental es la presencia de emociones intensas que pueden ser desagradables: tristeza, ansiedad, miedo, frustración, ira…. Ante estas emociones, es común oír en consulta el deseo de dejar de sentir, la idea de “desconectarse” emocionalmente aparece como una solución tentadora, pero ¿es realmente posible dejar de sentir? Y yendo más allá, ¿es deseable?
Antes de entrar en detalles, hagamos un pequeño spoiler: la expectativa de la terapia no es que ese paciente que desea dejar de sentir se convierta en el primer ser humano en conseguirlo. Porque, spoiler alert, nadie puede apagar sus emociones como si fueran un interruptor.
Primero lo esencial: ¿por qué sentimos emociones?
Las emociones son respuestas psicológicas y fisiológicas que nos ayudan a adaptarnos a nuestro entorno. Evolutivamente, tienen un propósito fundamental: nos protegen al prepararnos para responder frente a diversas situaciones. En este sentido, aunque las emociones de vivencia desagradable puedan resultar incómodas por las sensaciones físicas que provocan en el cuerpo o por los pensamientos que generan en nuestra mente, cumplen funciones importantes y necesarias. Por ejemplo:
- El miedo nos ayuda a identificar peligros al alertarnos de posibles amenazas y nos impulsa a tomar medidas para protegernos (propósito: autoprotección).
- La tristeza nos indica que algo que valoramos ha cambiado o se ha perdido y nos impulsa a parar, reflexionar y reorganizar nuestras prioridades (propósito: autoconocimiento).
- El enfado, siempre que se gestione adecuadamente, nos ayuda a reconocer situaciones injustas o dañinas y nos impulsa a poner límites, a comunicar lo que no queremos… (propósito: autoprotección y resolución de conflictos).
Sentir emociones es parte integral de la experiencia humana: de la misma manera que tenemos necesidades básicas como comer, ir al baño o dormir, igual que necesitamos sentirnos cuidados, queridos y protegidos, también sentimos emociones…. No importa cuánto nos empecinemos en clasificarlas como «buenas» o «malas», cada una de ellas nos brinda información valiosa sobre lo que sucede en nuestro interior y en el entorno que nos rodea.
Intentar eliminar las emociones equivale a desconectar una de nuestras herramientas más poderosas para sobrevivir y crecer. Así que, ¿por qué, en lugar de luchar contra ellas, aprendemos a comprenderlas, regularlas y convivir con ellas?
Llegó el momento: la ineludible realidad de que no podemos dejar de sentir
Por mucho que nos esforcemos en “apagarlas”, las emociones no desaparecen porque no son simplemente una opción que podamos elegir o descartar como si de un interruptor en “modo on/of” se tratase. Son procesos automáticos, innatos e involuntarios que ocurren en nuestro cerebro y cuerpo como respuesta a los estímulos internos y externos.
Cuando se explica en consulta, muchos pacientes rebaten esta realidad argumentando su capacidad para reprimir emociones: “yo logro hacer desaparecer la tristeza viendo la televisión”, “yo consigo quedarme callado cuando estoy enfadado y así evito conflictos” … “¿Y qué ocurre cuando lo logras?” Pregunto yo incrédula, para llegar a la conclusión de que, incluso cuando intentamos suprimirlas, suelen manifestarse de otras formas, como síntomas físicos (dolor de cabeza, tensión muscular), atracones, fenómenos obsesivos, comportamientos impulsivos…
Además, ¿creéis que podemos escoger qué tipo de emociones sí queremos sentir y cuáles no? Las emociones no funcionan de manera aislada y, por lo tanto, no podemos simplemente «apagar» las de vivencia desagradable sin afectar también a las emociones de vivencia más agradable. Cuando tratamos de bloquear el dolor, terminamos también bloqueando la alegría, la ilusión, el amor… Este es uno de los peligros de las estrategias de evitación emocional: dejamos de sentir esas sensaciones tan desagradables que aparecen en nuestro cuerpo y nuestra mente cuando nos sentimos tristes, enfadados, frustrados… pero también sacrificamos toda nuestra gama emocional.
Entonces: ¿qué significado le damos a las emociones de vivencia desagradable?
A veces, nos hacemos trampas, porque llegamos a la conclusión de que sentir emociones de vivencia desagradable significa que estamos haciendo algo mal.
Es fundamental entender que las emociones, incluso las que resultan incómodas o dolorosas, no son indicadores de fracaso personal ni de que estemos haciendo las cosas mal. Cuando enfrentamos emociones desagradables, es fácil caer en la creencia de que algo está mal con nosotros. El sentir tristeza, ansiedad o frustración no significa que estemos tomando malas decisiones, que tengamos un problema emocional, ni que seamos personas defectuosas, “malas” o incapaces. Sentir emociones incómodas no siempre es sinónimo de estar equivocándonos en nuestra interpretación de la realidad.
Ejemplo oído en consulta: “si me siento ansioso en una situación social, esa ansiedad es una señal de que algo realmente está mal en mí, o que no soy capaz de manejar la situación”. ¿Y si el hecho de sentir ansiedad solo refleja una respuesta natural del cuerpo ante una situación social que puede ser un reto para mí?”
Vivimos en una sociedad que a menudo promueve la idea de que siempre debemos ser felices, estar tranquilos o sentirnos en control, lo que a veces nos lleva a interpretar las emociones de vivencia desagradable como un problema. Sin embargo, sentir tristeza, enfado o frustración es parte normal del proceso de vivir.
De hecho, en muchos casos, estas emociones son una respuesta natural a situaciones difíciles o desafiantes, y pueden ser incluso un signo de que estamos tomando decisiones valientes, enfrentándonos a cambios importantes o creciendo personalmente. Las emociones de vivencia desagradable son comunes en momentos de transformación y adaptación. Lo preocupante sería no sentirlas, ya que podría ser una señal de desconexión o represión.
Duda frecuente: ¿cómo una emoción es valiosa si a veces me hace trampas?
Otro de los temas que más sale en consulta es que a veces las emociones no están alineadas con la realidad de lo que está sucediendo. Por ejemplo: a veces podemos sentir miedo frente a situaciones que, en realidad, no representan un peligro real, enfado frente a comentarios que no son dañinos…
Las emociones que sentimos ante determinadas situaciones, muchas veces, son consecuencia de nuestro historial de aprendizaje, de todo aquello que hemos aprendido en la vida, directa o indirectamente, y que guarda relación en mayor o menor medida con la situación. Es por esta razón que no todo lo que nos dice la emoción es verdad absoluta (hay falsas alarmas). Por ello, es importante no entender nuestras emociones como una evidencia directa de la realidad (fenómeno conocido como razonamiento emocional) para que, sin juzgarnos por sentirlas, podamos pararnos a pensar por qué han aparecido. Pongamos un ejemplo:
“Imagina que has tenido malas experiencias en tu adolescencia con tus compañeros de clase. Ahora, eres adulto, y un compañero de trabajo pasa por tu lado en la oficina y no te saluda. Si saltas automáticamente a la conclusión de que te está ignorando a propósito o no le caes bien, es probable que te sientas dañado y aparezca el enfado.
En este caso, se puede haber interpretado las situación de manera distorsionada: tal vez esa persona estaba distraída, preocupada por algo personal, o simplemente no te vio. Aun así, el enfado surge como una respuesta automática e involuntaria basada en la interpretación inicial de que fuiste ignorado intencionadamente.”
Entonces, que la emoción sea una falsa alarma quiere decir que no es válida, ¿cierto?
No. Es cierto que a veces las emociones de vivencia desagradable pueden derivarse de una interpretación sesgada de la realidad basada en nuestras vivencias, creencias… pero, incluso en estas ocasiones: ¡qué bien que aparezca esa emoción! Porque, a pesar de que esa emoción no nos cuenta la verdad de lo que está sucediendo, sí nos aporta información valiosa sobre cómo yo, que he sufrido situaciones en la adolescencia en las que he sido dañado, me puedo sentir en las relaciones sociales, cómo creo que actúan los demás….
En definitiva, las emociones, incluso cuando parten de interpretaciones sesgadas de la realidad, nos brindan información sobre nuestras necesidades, deseos, creencias, conflictos internos… y darles cabida, sentirlas y pensar sobre ellas puede ayudarnos a mejorar nuestra comprensión del mundo, los otros y nosotros mismos.
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